Por: Wilson Rodríguez

Vivimos en una era de hipercomunicación, sin embargo, parece que nunca habíamos estado tan confundidos respecto a las intenciones del otro. Existe una premisa básica que se está perdiendo en la traducción de las relaciones humanas modernas, especialmente en el entorno laboral: hablar con una persona, expresarse con educación o ser servicial, no significa que exista un interés romántico o sexual.
En la oficina, este malentendido se ha vuelto una trampa silenciosa. Ocurre con frecuencia: un compañero es afable, está dispuesto a servir, brinda ayuda con algo o simplemente tiene la cortesía de abrir una puerta. Son gestos de confianza, nacidos de la buena educación o del simple deseo de hacer el ambiente laboral más llevadero. Sin embargo, del otro lado, la mente humana (a veces traicionada por el ego o la soledad) comienza a tejer una narrativa que no existe.
Se insinúa que esa amabilidad es una señal oculta. Se crean escenarios imaginarios donde los «buenos días» se convierte en una declaración de amor, y el favor desinteresado en una estrategia de conquista. El problema real surge cuando esta fantasía choca con la realidad y, ante la falta de reciprocidad o simplemente por una mala interpretación continua, la narrativa escala al extremo. Lo que comenzó como una cortesía, termina siendo etiquetado injustamente con una palabra que destruye reputaciones: acoso.
No se puede tapar el sol con un dedo; es innegable que el acoso real existe y es un flagelo que ha dejado muchas víctimas. Pero este no es el contexto ni el caso. Estamos creando un entorno donde la presunción de inocencia se desvanece ante la percepción subjetiva.
Esta dinámica ha traído una consecuencia adversa para la convivencia: el miedo a relacionarse. Hoy en día, uno debe cuidarse hasta el punto de cohibirse. Muchos hombres (y también mujeres) caminan cuidadosamente en sus lugares de trabajo, midiendo cada palabra, evitando el contacto visual o limitando su ayuda para no ser «el villano» en la historia de alguien más.
La salud mental, un tema de debate constante en nuestros días, no solo se ve afectada por el acoso real, sino también por esta tensión constante de ser malinterpretado. El estrés de pensar: «¿Si le ayudo con estas cajas, creerá que la estoy cortejando? ¿Si le pregunto cómo está su familia, pensará que la estoy invadiendo?» es agotador.
La triste conclusión a la que nos empuja este clima de sospecha es el aislamiento preventivo. Para evitar ser una víctima más de una falsa acusación, o de que te vean como un depredador. La estrategia de supervivencia actual parece ser limitar el contacto a lo estrictamente profesional y necesario.
Hemos convertido la amabilidad en un riesgo laboral. Y al hacerlo, no solo perdemos la espontaneidad, sino que estamos construyendo entornos de trabajo fríos y distantes, donde nadie se atreve a tender la mano por miedo a que se la muerdan.


